¿PARA QUÉ SIRVEN LOS DIAMANTES?

PARA QUÉ SIRVEN LOS DIAMANTES?

Lo primero que viene a la memoria de cualquiera al escuchar la palabra diamante son las joyas, pero el diamante no es una joya, es un mineral. La mayor parte de los diamantes que se extraen no sirven para hacer joyas, pero sí para otras cosas útiles cómo material médico, puntas de brocas, membranas para altavoces y muchos otros usos industriales. Aunque algunos de esos usos pueden incluso salvar vidas, prácticamente nadie se siente fascinado por una finísima capa de diamante en el extremo de un bisturí, a lo sumo algún cirujano, o algún ingeniero industrial.

Lo que sí causa maravilla es el fulgor de un anillo con un diamante, o mejor aún con varios. Habrá quien ingenuamente crea que los diamantes sirven para hacer joyas porque son bonitos y brillantes. Lo cierto es que la mayor parte de las personas no sería capaz de distinguir un diamante de un cristalito cualquiera. De hecho, ni siquiera los especialistas distinguen los diamantes de otras piedras sin una lupa, mucho entrenamiento, mucha atención y mucha cercanía, (mucha más de la que cualquiera en su sano juicio le ofrecería a una joya, por muy interesante que fuera). ¿Entonces por qué son tan caros? ¿por que se desean tanto? ¿para qué sirve un diamante que no un trozo de zircón, o un zafiro? ¿Sirven para decir te quiero, o para decir te quiero para siempre? No, Los diamantes no se compran para uno, ni para quien lo recibe como regalo, los diamantes se compran para los demás. Si alguien quiere decirle a su pareja que la quiere puede decirlo con la voz, o regalándole algo que le guste y le convenga, pero si le regala un diamante, ambos le están diciendo al resto de la gente: somos mejores que tú. Es muy posible que lo digan sin ser conscientes, pero queda dicho.

Interrupción de un lector indignado: “¡Pero qué dices imbécil!, yo le regalé a mi mujer un anillo de diamantes porque estoy loco por ella, y estoy dispuesto a darle lo mejor, lo que más le guste, lo que la haga sentir especial”

Puede ser que algunas personas crean que de verdad un anillo hace que alguien se sienta especial, pero lo cierto es que quienes creen tal cosa no son capaces de distinguir entre un diamante y un Swarowsky. ¿por qué entonces pagan tanto dinero y eligen el diamante en lugar del cristalito? Pues porqué el cristalito lo puede tener cualquier persona, y el diamante no. Tener un diamante puede hacer que te creas especial, pero es una creencia como mucho de cuarta o quinta categoría, en el mejor de los casos. Imaginemos a una muchacha a la que vamos a llamar Victoria, a quien su prometido le regala un “anillazo” de 4000 euros con una “piedra preciosa” de un tamaño considerable. Ideal para las fotos de Instagram, automáticamente se siente mejor que su amiga a la que le han regalado un pequeño zafiro azulito de 300 euros, y mucho mejor aún que la gente que se casa sin anillo de pedida. No le gusta el anillo, le gusta el estatus.

Segunda interrupción indignada: “Pero es que Victoria no representa a las mujeres de verdad.”

Pues mire usted, sólo es un ejemplo, que efectivamente no representa a todas las mujeres, pero que, sin duda roza el perfil de la mayoría de quienes para sus anillos prefieren un diamante a cualquier otra piedra de menos valor. Y qué decir de las personas que desconocen de todo punto el interés por la joyería, y sin embargo compran anillos para los eventos que así lo requieren, como si les interesaran de verdad.

Victoria ha alcanzado un estatus mental a base de una posesión material, y así como lo ha alcanzado puede perderlo, no sólo perdiendo el objeto, sino comparándolo con otro más valioso y que le es ajeno. Con los diamantes pasa constantemente (siempre hay otro más caro, más grande, o más raro), a no ser que seas un jeque capaz de comprar esas piedras de decenas de millones de euros. Y, aun así, cuando ya tengas las más caras, habrá otras, aunque sean más baratas, distintas a las que tú tienes que no estarán en tu poder, y esas carencias te pueden hacer sentir peor. Ese es sin duda uno de los dramas de depositar la responsabilidad de nuestra autoestima, o de nuestro ánimo fuera de nosotros mismos. Eso es el Locus Externo.

Tercera interrupción indignada: No me has arreglado lo de la señorita V, que quizás valora el anillo porque es gemóloga, o aficionada a la mineralogía, y ¿quién sabe? A lo mejor lo que le importa es el esfuerzo que ha puesto en pagar el anillo quien lo regala… porque así le demuestra lo mucho que ella le importa, etc.

Dejando de lado las situaciones anecdóticas, y absolutamente minoritarias como el supuesto de una señorita V gemóloga, lo más probable es que se valore el precio del anillo tanto o más que el aspecto, y desde luego la utilidad, que salvo la de vacilarle al resto del mundo es casi nula. Valorar el esfuerzo que alguien pone en algo es encomiable, pero entre personas que se importan, es mejor dedicar el esfuerzo a algo que sea bueno per se, y el bien será doble, por una parte porque se ha esforzado uno en demostrar amor, y por otra porque el esfuerzo habrá producido algo bueno, bello y cierto, en lugar de sólo un símbolo.

¿Porque tendré esta obsesión con que un diamante es para decirle al resto del mundo, “soy mejor que tú”? Creo que es porque no hay ninguna otra utilidad que yo haya podido encontrar en los anillos con diamantes. Lo que hace más valioso a un diamante no es que sea más útil para hacer bisturís o para mejorar el sonido de un altavoz maravilloso, sino que brille mucho, que tenga un color particular, y sobre todo que sea raro. La exclusividad es la clave, exclusivo es que excluye que no incluye, exclusivo es TÚ NO.

COLECCIONES BUENAS Y MALAS

Algunos coleccionistas disfrutan de la búsqueda casi juguetona de las piezas de su colección, (sellos, chapas, naipes encontrados en la calle, sombreros, o lo que sea) estos se corresponden con la gente que se compra un anillo con un diamante porque es bonito, pudiendo suceder incluso que ni sepan o valoren que tiene un diamante. En general estos coleccionistas pueden cambiar de objeto a coleccionar, pueden regalar su colección una vez la siente completa, o pueden perder todo interés en ella si otro estímulo resulta más atractivo, en cualquier momento.

Etimológicamente coleccionar viene de recoger, y no de atesorar, a un verdadero coleccionista le gusta buscar, le gusta encontrar y recoger, lo que luego guardará, casi como si salvara aquello que colecciona. Un “colector” es alguien que recoge, no alguien que posee objetos exclusivos. Cualquiera se habrá dado cuenta que estoy igualando coleccionar a colectar, cuando claramente son palabras diferentes, pero resulta que, si de un concepto se pasa al otro sin trazar una clara línea divisoria, se pueden confundir calidades muy diferentes. Una cosa es quien disfruta de coleccionar, y otra quien disfruta de tener lo que otros no tienen.

Quienes sienten un desafío estimulante en conseguir algo que nadie más tiene, y les da igual el proceso que los ha llevado a encontrarlo, si ha sido negociando de una forma especial, o después de una larguísima búsqueda. El que busca la exclusividad, ya sabéis lo que busca, que tú no estés allí.

Hablando con la directora de uno de los hoteles más lujosos de España, me comentaba que sus clientes buscan “exclusividad”, no tanto altas prestaciones (que se dan por supuestas) como la sensación de estar adquiriendo algo que otros no pueden. Eso también es Locus Externo. Mi cuenta de Instagram se llama locus externo, y es correcto, porque no cuelgo fotos para verlas yo, ya las tengo en mi móvil, las cuelgo para que la gente las vea y me diga, que ¡Qué bonitas! O cualquier cosa que me alegre. Darles a las cosas el valor adecuado es muy importante.

Yo reconozco que adoro el lujo, pero entiendo por lujo cosas de altísima calidad, sin que importe para nada su nivel de exclusividad. Puede que alguien tenga ahora la tentación de hacer otra interrupción indignada, anotando que la altísima calidad es excepcional por definición, y entonces no puede ser asequible a todo el mundo y, por lo tanto, será necesariamente exclusiva o excluyente. En los casos en los que esta sea escasa y por tanto no asequible para cualquiera, puede que me siga interesando, pero no por exclusiva sino por la calidad. No quiero algo por único, lo quiero por bueno.

Para mí, desde niño, algunas cosas son señales inequívocas de riqueza y de lujo, una casa con piscina, un hotel con piano o un coche con chófer. Ahora que soy adulto sé que esas pequeñas partes lujosas no pueden confundirse con el todo. Es posible que un hotel con piano sea cutre, porque el piano esté en malas condiciones, o porque por muy bien que esté el instrumento, el resto del hotel puede no estar a la altura, o peor incluso, porque siendo un buen piano y en un buen hotel nadie lo toque, o incluso peor todavía, porque nadie lo escuche.

Coincidí con un desaparecido amigo, hace ya muchos años, en que los eventos en que se desatiende a los músicos que actúan se deben describir como decadentes. Por mucho lujo que haya en el ambiente, en las cortinas y en el servicio. El lujo debe estar ligado a la abundancia y no al despilfarro, que lejos de ser un concepto lujoso, es casposo. Despreciar el trabajo de los demás no es lujo, es miseria. Tener mucho de algo, o algo muy caro no es ni bueno ni malo, depende del uso que se haga de ello. Usar diamantes para hacer cosas buenas con ellos es bueno, usarlos para hacer joyas no.

Cuando se afina la sensibilidad se aprecia la calidad en algunas cosas cotidianas, que alcanza cotas de calidad elevadísimas, y que además han requerido de esfuerzos inimaginables, para llegar a ser lo que son y que, como las tenemos siempre y desde siempre, parece que no tengan ningún valor. Hablo del agua caliente en casa, de la ropa limpia y confortable, de la cama segura, de la atención médica, de la familia cerca, de la seguridad jurídica, de todo lo que ya he mencionado en otras partes de este libro como elementos del bienestar.

Podría parecer que mi alegato contra los diamantes es una muestra de humildad, o incluso una forma de culpa burguesa, según la cual no debería tener algo por no merecerlo suficientemente, o al menos no más que los demás, pero no es así. Creo que merezco privilegios que otras personas no, y no siento ninguna culpa por ello, no quiero que todos se parezcan a mí, ni parecerme necesariamente a nadie, ni en forma ni en beneficio, y además soy una persona adecuadamente egoísta, capaz de querer lo mejor posible para mí, sin por eso quererlo en exclusiva, ni a costa del bienestar de los demás. Diría, no en mis palabras, que soy en el buen sentido de la palabra bueno. Pero… ¿a qué viene toda esta defensa, si nadie me ha atacado aún? Pues a que en realidad la razón por la que no me gustan las joyas ostentosas, y como epítome de estas los diamantes es que, si bien pueden proporcionar una falsa sensación de éxito, de satisfacción, o de gozo a quien las lleva, podrían conducir a la sensación de fracaso, de insatisfacción y de sufrimiento a esa misma persona. Las joyas no son malas por lo que le dicen a los demás, sino por la intención de decirlo, y esa intención no está en la joya, sino en algunas personas. La intención no mide la calidad de la acción, sino de la persona.

Cuando alguien que no puede comprarse un anillo de diamantes sufre por ello, está equivocándose miserablemente, porque está depositando su sufrimiento en un símbolo, pero su debilidad no es diferente de la que padecen quienes sí pueden comprar el mismo anillo, o muchos más, porque han depositado su felicidad en los mismos símbolos. En ambos casos el bienestar no depende de ellos, sino de factores externos. Una vez más el maravilloso Julio Cortázar viene a mi memoria con mi cuento favorito, en el que explica lo que pasa cuando te regalan un reloj.

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

La durabilidad, la dureza, o el brillo no son lo que valora la mayoría de la gente en los diamantes, sino la exclusividad, el resabido: TÚ NO, y así es como se ponen inmediatamente en peligro, no de que alguien les quiera robar sus anillos, o hacerles daño por tenerlos, sino en peligro de sentir que otros les pueden decir a ellos: TÚ NO. No hace falta que pierdan el anillo, ni si quiera que nadie les diga “tú no”, el daño ya está hecho al darle valor a una cosa, porque en ese preciso instante se han vuelto vulnerables. Ese es el peligro del Locus Externo.

Aceptar la opinión que otros tienen de ti es un error doble, porque les atribuyes más autoridad que a ti, y porque aceptas que tú, como ser humano, puedes ser valorado, como si no fuera evidente que tu valor es incalculable.